Nació siendo clásica. Su primer balbuceo fue una pregunta. Hija del siglo XX y todos sus matices. Existíó existencialista.
En su juventud irradió la frescura de un rostro travieso, ojos profundamente claros, indescifrables, aderezados por una llama que le acompañó hasta la vejez.
Su semblante era diáfano y vivo, cuando conversaba la frente lisa y emancipada se revolvía en un arrobamiento que encantaba al escucha. De tez blanca que contrastaba con un cabello siempre altivo y recogido, envuelto en turbantes de colores. Dos cejas finas un poco arqueadas que expresaron siempre serenidad.
Sus mejillas dibujaban un perfecto lienzo para el rubor irrefrenable que pintaba la experiencia de sus pasiones.
Cuando reía su boca pequeña desnudaba los dientes, y la nariz se contraía coqueta enmarcando unos ojos brillantes que también lo hacían, pero cuando no reía el látigo de una severidad férrea asomaba, y la comisura de sus labios se tensionaba delineando el yugo de una jueza.
Su voz era una mezcla de ternura y aspereza, veloz, y una vez que argumentaba no se detenía hasta ser clara y distinta, y al terminar terminaba, en un silencio firme, y una mirada incólume que retaba solicitando una nueva pregunta.
Contemporánea, revolucionaria, un ser humano y nada más.
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