Siempre he sido muy niña, toda la vida imaginando, buscando los resquicios rosas de los oscuros mundos. Era tan niña que crecí lento, y en el ocaso de esa niñez, un suceso le hizo una cicatriz a mi niña interior: mi padre murió.
Con él yo jugaba, aprendía literatura, hablaba de las melomanías del rock & roll, apostaba en el conquián, iba a la playa, y nuestros espíritus eran muy gemelos. Se murió y con él se quedó una cicatriz que, extrañamente, de ella emanan supuraciones coloridas. He podido comprobar que si la música me ha salvado, ha sido porque en lontananza, se sigue escuchando ese escándalo musical que mi padre mantenía en mi hogar, y también de esa herida a flor de piel todavía, siguen emanando letras que me comunican con mi padre, en los sueños, en mundos paralelos.
Todavía de esa cicatriz brota su abrazo y de vez en cuando recurro a él para rescatar a esa niña que a veces quiere morir.
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