agosto 21, 2023

Adicción

Armandina era adicta al drama, quería aderezar cada momento para que su vida no fuera inútil y vacía.

Su ávida mente había engullido a Sófocles, Esquilo y Eurípides, y en algún punto, dentro de su espíritu atribulado y catártico, se creía la heroína de una tragedia griega. Cuando caminaba por la alameda iba a paso lento, con su puño entreabierto esparcía lavandas de otoño sobre el sendero; luego daba vueltas, como danzando un vals decimonónico. Después, al bajar las escalinatas de los museos, colocaba su mano en la barandilla e iba paso a paso, escuchando los aplausos de gente inexistente, cual reina en un baile de salón.

También, aunque contaba con electricidad, se colocaba en el balcón de su casa con su candil y miraba la luna, le profería maldiciones por condenarla a esa vida sin salida, lloraba a todo pulmón porque la añoranza se había colado entre sus venas como extrañando siglos viejos. 

Pasaba sus tardes en los verdes camposantos, le llevaba flores a muertos de nadie y hablaba con ellos, les contaba lo insulso de estos tiempos para que durmieran su siesta eterna sin melancolía. 

Armandina, oh, pobre Armandina, de haber nacido en el medioevo, a la luz de las velas, a la sombra de la luna, habría sido todo lo que necesitaba.


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