Dentro de la marea de gente fulgurante,
colorida, centelleante,
pasan los grises,
vertidos hacia sí,
con la mirada perdida,
el rostro enjuto y
el epitafio vacío.
Ellos no quieren saber
de reflector ni aplauso,
en sus ropas no hay moda,
nunca pidieron nacer,
y en sus vidas,
callados, ensombrecidos,
buscan el silencio,
un poco de paz y nada más.
Su única compañía es quizá
un dulce perro señor llamado Sebastián,
y a cada paso, a cada día, el ritual se repite,
porque ser mecánico vuelve la vida más ligera,
determinados por la primera causa,
y da igual virar a la izquierda que a la derecha,
o que todos los calcetines sean siempre los mismos.
Ellos van invisibles
y en su vasto y ausente
mundo de mutismo,
el destino marcado toca a la puerta,
entregando la soga y el banco,
después, en la tumba cubierta de follaje
sopla el viento,
en un total olvido.
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