Cuando le miraba, su rostro brillante le invitaba a imaginar extraños mundos.
Él era un niño de fantasía, su sonrisa traslúcida recorría desde la esquina de los ojos hasta el rincón más lejano de su vientre, y cada que lo hacía, un fenómeno eléctrico se manifestaba en él, encendiendo luces y contagiando su risa hasta las lágrimas.
Ella era una niña mágica, creía que tenía poderes y cuando algo lindo sucedía se lo atribuía a sus propios hechizos y el siempre sentirse especial.
Cuando ambos estaban juntos la realidad se desdoblaba en ficción.
Aquel lugar parecía ser la cúspide impenetrable e íntima de la tierra. Gélido viento empujaba la piel con violencia y hacía revolotear burbujeantes anhelos de infancia. Con miradas de ensueño veían el vacío místico y secreto que daba forma a ese precipicio donde él vivía; en ese abismo existía claramente una cuarta dimensión.
En una tarde lluviosa y amarilla de domingo, ella le tomó de la mano y él también, y hundidos en ese umbral mítico en el que efervecía la vida y la arena del reloj temblaba suspendida en un instante eterno, se dejaron caer en la embriaguez de ser niños.
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