El desierto es siempre desierto y por más que la ciudad se disfrace de metrópoli, la filosa y ardiente arena llegará hasta nuestros ojos, se colará por nuestras bocas e irrumpirá salvaje en la civilización; no podemos negar nuestra condición, gente del desierto, piel áspera, manos áridas, voluntad de roca y espíritu ermitaño.
La ciudad es naranja, nuestros ojos están en llamas, de los letreros sólo se distingue polvo de sombras; el calor aletarga y la gente va lento en verano o en invierno; la carretera es nuestro viaje, la tarde una fiesta amarilla.
Nuestra música es el viento; valle de muerte, donde se congrega la vida.
Mis cenizas ya tienen lugar, soy de sol y de tiempo.
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