Es otoño, después de un lustro la guerra en aquel país frío ha terminado; los amantes se esperan con fervor y ella suspira por verle; Armandina polvea su piel lozana, acicala sus largos cabellos como hilos de ámbar que, perfumados irradian un incipiente olor a flores, y echa de menos el sentir sus manos callosas y fuertes, pero sobre todo anhela las tardes de banca frente aquel viejo árbol bajo la sombra del ocaso.
Ella pintó de tiempo cada puesta de sol estos cinco años, con la esperanza de verlo volver por aquella vereda; Maximiliano le hubo enviado cartas por cinco veranos y jamás obtuvo respuesta. Parecía que la espera se alargaría…
Antes de irse a la guerra le propuso que juntos huyeran, que él desertaría de la misión bárbara que se le había encomendado si ella aceptaba su propuesta; pero aquella tarde de respuesta, de camino... la desventura tomó de la mano al destino y Armandina fue amenazada por sus padres quienes le querían recluir en un convento sombrío, fue atada en el sótano y por más que intentó no pudo más que esperar; él le había dicho anteriormente que si su respuesta era afirmativa le esperaría en la banca del árbol, su banca, la que bañada de ocaso guardaba una atmósfera lóbrega que dibujaba con maestría el escenario de su amor, ... añadió además que de no asistir entendería la respuesta.
Aquella tarde lluviosa, tarde de desilusión… la nana de la niña le llevó un escapulario en respuesta y eso fue todo.
Él no entendía y se fue a una criminal guerra con el alma rota. Decenas de lunas pasaron, mientras él desconsolado se repetía todas las noches que jamás volvería a pesar del gran amor que todavía le hacía hervir la piel. Aquel romance prohibido fue destruido por el egoísmo; Armandina era una joven aristócrata que había nacido con un destino, desde pequeña le tenían la vida hecha y cuando la gracia de la juventud adornó su sien quisieron casarla con un joven de posición, pero ella se negó rotundamente para esperar a su amado Maximiliano.
A él le enviaron una carta firmada falsamente por Armandina diciéndole que ya se había casado con el joven más rico del pueblo, que jamás se atreviera a buscarla. Pero en su interior algo les decía que jamás recuperarían la magia de vivir sino hasta envolverse de nuevo entre sus brazos.
Hoy después de media centuria ella le sigue esperando, cada tarde se sienta en esa banca a tejer su espera. Todos le han dicho atormentándola que él murió en la guerra, y le han llegado rumores de que tomando con sus grandes y callosas manos ensangrentadas aquel pequeño escapulario que amorosamente le había entregado antes de su partida, y que jamás fue abierto mas fue lo último que sostuvo (un pequeño candado se encontraba en la parte posterior, se abría al pinchazo de un alfiler y era tan pequeño que él nunca imaginó que adentro se encontraría la respuesta).
Ella sufre, pero sigue esperando amorosamente en aquella banca en donde teje su espera y la adorna con las perlas de su llanto.
Una noche de luna ella se encuentra en la banca como siempre, acariciando el recuerdo, en su único refugio que es aquella pequeña y vieja banca frente al viejo árbol en la que se encuentra depositada una historia, ella admira el reflejo que cae de entre las hojas en figurillas sepia sobre sus manos y se pregunta si en alguna parte su amado estará mirándola. Un hombre que viste capa y sombrero de ala ancha se acerca observando distraido las figurillas sepia que dibujan los caminos hacia la enorme luna silenciosa y soberbia sobre el firmamento, la tenue luz sepia de las sombras no permite ver claramente tal silueta, ella se asusta, él ha regresado, triste por aquel desamor se acerca a la banca, ella lo desconoce, él la desconoce, la ve tejiendo, lo ve cabizbajo, él le solicita permiso para sentarse con un ademán silencioso, ella accede callada, sólo asiente con su cabeza y con la mirada al piso pues su indiferencia no le permite ver otros hombres, no le interesan; él sonríe y la tenue luz no le ayuda a dibujar el contorno de aquella misteriosa y callada mujer ya entrada en años que teje quedito su espera, él se quita su escapulario por primera vez, lo observa por detrás, ve intrigado que tiene un pequeñísimo orificio y le quita un pequeño alfiler a su capa, lo pincha, extrae del pequeño espacio un papel amarillento y observa que dice “Amado mío, espérame en la banca esta tarde, no te vayas, me iré contigo”, él llora y siente un profundo dolor en su corazón, le aflige el peso de una vida perdida, llora y aquella mujer voltea su afilado rostro hacia aquel desesperanzado hombre, le da una palmada en el hombro y le dice con la misma voz grácil de antaño: “llore hombre, llore que yo también he perdido un gran amor”, él voltea hacia ella, se miran a los ojos con la profundidad de quien se reconoce los contornos del alma, la observa conmovido, ella se sobresalta de vivir aquel gran milagro y un sollozo de ilusión le hace desfallecer, él la toma entre sus brazos, la vuelve en sí con un beso y le dice “princesa mía, ¿es verdad que eres tú?, ¿no estoy soñando?”, ella le contesta con voz débil, “siempre te esperé”. Y aquella banca frente al árbol bañada de ocaso es testiga muda del rencuentro de una historia que fue robada por el egoísmo, pero que, resguardando aquel amor los volvió a unir hasta la muerte.