Me encontraba en lo más alto de un pueblecillo mágico, el panorama era bello y en mis manos sostenía una cámara que fotografiaba de manera muy lenta lo equivalente al ojo humano, no sólo una dimensión sino varias y además, cual si tuviera el poder de observar periféricamente los paisajes que irradiaban paz, luz, humedad y vida.
Mi amiga Julia le tomó una foto a una familia de hobbits, sus cuerpos eran de vidrio y por dentro estaban llenos de azúcar, el disparo de la foto le dio directo a la pierna de una hermosa hobbit, ella emitió un grito de dolor, se le hizo un hoyo y el azúcar comenzó a brotar sin detenerse. Todos nos asustamos y corrimos adentro de su casa, la cual se ubicaba en lo más alto de la iglesia y en lo más alto de su casita hecha de madera y velas, la subimos a prisa, hasta llegar al tope de su hogar, un hogar de escaleras que subían, bajaban, volvían a subir y nos dirigían a largos pasadizos adornados por un ambiente de olor a velas y de vista sepia. Llegamos hasta arriba de la residencia hobbit y a la chica le vendaron la pierna, el azúcar dejó de brotar, ella se sintió mejor.
Todavía recuerdo los colores, los aromas, las texturas; la realidad es hermosa, la podemos ver en vivo y capturarla en su más profunda esencia, sin cámaras, sin más memoria que la nuestra.
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