Ella fue una vedette parisina llamada Charlotte, había viajado a la Argentina en su arrebato por el tango; delgada y alta figuraba entre los camerinos y entre los hombres, plena de garbo, de pocas palabras, únicamente se conocía lo etéreo de su voz con enardecidas historias de tango y arrabal, momento que orgiástico se esperaba cada noche.
Condensaba una mirada penetrante que sometía a todo aquél que se atreviese a verla. Tenía una extraña fascinación por los perfumes, en especial ese que la hacía una mujer sofisticada y notable, el que alimentaba los sentidos de todo ese cabaret donde Charlotte y su perfume opacaban el carnaval dionisiaco del burlesque.
A diario vestía atuendos entallados, medias de red, y joyas antiguas ganadas con el carisma de su soprano ser y aquella fragancia mística que despedía su piel blanquísima; el whisky le volvía un poco loca y los cigarros y la luna eran mancuerna fiel en cada amanecer.
Cuando entraba al cabaret lo hacía sigilosamente, con la elegancia que distinguía a aquellas mujeres de antaño que todavía guardaban las formas; no obstante en su donaire agitaba todo en cada movimiento cual cataclismo clemente, y delicada caminaba paso a paso con un cigarro que besaba sus labios y un fino abanico escarlata que delineaba un poema en sus manos. De zapatillas altas y negras que resonaban por el piso de madera del lugar, marcaba un ritmo, consumiendo las miradas alineaba todo un séquito, cuando cánticos y acordes la halagaban al pasar. En ocasiones su presencia de diva ensombrecía la escena mientras el piano entonaba un par de coplas tristes que anunciaban la tragedia.
Aquella noche Charlotte no volvería a cantar, un licor infortunado engalanó su noche y por alguna suerte funesta le quemó la voz, y sabiéndose sin esperanza prefirió beberse de un sorbo la vida aderezada con ese whisky áspero que mezclado con somníferos daba forma a un cóctel siniestro, y los bebió sabiéndose desnuda de pasión, un whisky que le condujo plácidamente a una exquisita muerte.
Se dice que aquel cabaret le robo la vida a sorbos, a veces se escucha a lo lejos el ímpetu de aquellos tangos y se humedece de un olor a ella, efluvio de flor aun no nacida, vapor de azul que nadie jamás ha comprendido, ambiente que ferviente erizaba la piel cuando al brindis de dos copas concedía aquél recuerdo de mujer ardiente que al caminar iba dejando pedazos de sí con su aroma, renunciando a los destellos de azul que su ser emanaba, porque ese era su trágico fin, su belleza fue arrebatada y ultrajada desde cada oído, desde cada olor.
Y todo un universo mutó en paralelo aquella noche para sentir la fragancia de Charlotte…
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