Cuando era pequeña me provocaba una inmensa tristeza toda la gente que moría, llegué a llorarle a las víctmas del Titanic, a Ritchie Valenz...; se me hacía inconcebible que las personas dejaran de existir, que sus nombres no fueran más pronunciados, que nuestras memorias se vaciaran de sus esencias hasta borrarse en lo infinito del olvido. Y le temía, no porque creyese en un más allá, sino por la tristísima idea de que los cuerpos de un ser que alguna vez rió y lloró se postrasen para siempre en una tumba solitaria, al calor del sol o al frío del invierno.
Cuando crecí decidí que si iba a morir entonces sería a mi manera, bajo una serie de requisitos que he dispuesto al momento de mi partida, estas resoluciones me han dado cierta paz, por lo menos el creer que mis seres queridos cumplirán mi última voluntad: no flores, no curas, no iglesias, no ataúd, no camposanto, sino cenizas, desierto y mar.
Últimamente algunos jóvenes me han hecho reflexionar sobre la eternidad y creo que me encanta estar viva y todo lo que implica ser un humano, y si fuera posible viviría milenios para que el tiempo no represente ningún obstáculo a mis deseos; no obstante como no conozco solución para nuestra condición humana efímera, quiero creer que la muerte nos libera, que es perfecta, que existe con una razón, quizá ser pura conciencia, aunque duela, aunque nos desnude y nos trague.
Muerte, !esperaré experimentarte con gratitud por todo esto que es tanto!
1 comentario:
que jovenes tan sabios!
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