Sé que no me escuchas, que no estás, que no eres siquiera parte de alguno de los gusanos que te devoró; que no hay limbo ni infierno ni cielo en el que me esperes.
De alguna manera tengo la certeza de que únicamente le hablo a un recuerdo, a un tiempo que fue, a un señor-niño, niño-señor que jugaba conmigo e improvisaba con una caja de cartón y un cinto extrayendo de mi ser inocencia y carcajada, ilusión y alegría, y el sentir que todo estaría bien, porque llegabas, y hablábamos de música y me enseñabas cosas y opinábamos juntos sobre diversos temas. ¡Cuán poco me duraste Bily!…
Son nueve años y estás tan lejos, pero me sigues doliendo, porque no comprendo ni quiero entender que estás muerto, con todo su significado: un ser encerrado en un ataúd, en los huesos ya o quizá polvo solamente; un pantalón café roído por el tiempo, camisa azul cielo y corbata azul noche (¿cómo te entierran con corbata si odiabas la formalidad?, con ganas de desenterrarte y quemar esa corbata y ponerte calcetines y zapatos; qué mala costumbre el dejar a los muertos incómodamente descalzos, más fácil y sabroso botín para los gusanos), un ataúd que fue cubierto con tierra, lozas de cemento y más cemento para que no escapes; y luego tierra, flores, una cruz que no recuerdo siquiera cuál es…, una tumba que sólo mi abuelo sabe reconocer.
Son nueve años Bily… y estás cubierto de polvo, soledad, olvido, lluvias torrenciales, olores fétidos, silencio punzante y gélido, olvido…más olvido.
Ya no tengo nada de ti, tu voz se desvanece como si huyeses, cada vez la reconozco menos, he olvidado la noción de lo que significa un padre y me dueles en estos nueve años, en la memoria que cada vez te desdibuja más, en esta tierra que sigue girando mientras tú formas parte de una estadística y nada más.
Y ya no habrá jamás refugio, una mano que sujetar cuando tenga miedo, cuando esté sola. Son nueve años… nueve años sin ti.
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