septiembre 09, 2011

Mar abierto


Aquel soldado del imperio hacía guardia firme, imperturbable, sintiendo sobre su piel el arenoso fuego mítico, silencioso. Parado en su carruaje divisaba a lo lejos humo blanco. Postrado sobre el suelo escuchó un sonido espeluznante, una horda de hebreos venían marchando, corriendo, sudando, como bestias de carga. Una raza despertaba digna, se erigía del fango y sorteaba el éxodo abandonando un imperio.

Cánticos de esperanza, lágrimas pintaron el mar rojo de una huella que sería perenne; los viejos lanzaban plegarias a un Dios que cumplía su promesa, amarraron la tradición a sus espaldas con los lazos de la fe; los jóvenes miraban hacia el cielo sintiendo que la gracia pintaba el camino para cada uno de sus pasos; los niños jugaban a la aventura y su líder abrazado por aquella revelación de cálida voz escuchada en la zarza ardiente caminaba ciego ante lo que ese "yo soy el que soy" tenía preparado esa mañana.

Se detuvo Moises sobre el risco y con el rostro cubierto por esa luz que sólo Yahvé sabe dar emitió un grito de fé; hubo quien dudó, pero también hubo quien alborozado avanzó a buscar la dignidad de su pueblo antes que regresar a la trágica agonía de la esclavitud.

Y fue él quien alzó la mano pisando fuerte y sosteniéndose de un báculo que asemejaba el poder de Dios, y fue él quien al grito de un anhelo levantó un fuego eterno a la necedad bárbara de una civilización que se erigió en obeliscos sobre la sangre y los huesos de los hebreos. Los carruajes frenaron de golpe, los caballos relincharon ante tan temible llama, y el imperio del faraón hacía eco de un silencio de fracaso, y su dios de piedra no les devolvió al primogénito ni eliminó la peste, y su voz silenciada resonaba más fuerte que un gong al grito de guerra.

A lo lejos la tierra prometida, el inicio de una cruz que el pueblo hebreo no dejaría jamás. Y de repente... sucedió. A la voz de !gloria! un cielo rojo se manifestaba, el viento divino del soplo de Dios aconteció, el majestuoso mar despertaba de la mano del creador, y pequeñas gotas de brisa se levantaban una a una mientras guiados por la esperanza el pueblo de dios se adentraba a las entrañas del mar rojo. Los niños corrían asombrados, las mujeres maravilladas rezaban salmos mientras las más jóvenes bailaban y sus largos cabellos tocados por el rocío del mar brillaban lustrosos. Castañuelas y panderetas, cantos profundos y alegres, oraciones de paz y de vida eran el escenario de ese momento sagrado que sólo unos pocos tuvieron a bien presenciar. Pan y vino se compartía en gratitud, abriéndose paso hacia la tierra prometida, donde la miel y la leche fluirían cual ríos interminables.

Súbitamente el fuego cesó y el faraón mandó a sus soldados a perseguir ese pueblo rebelde, pero el soplo de Dios fue menguando, y una loza monstruosa de mar descendió sobre las cabezas de ese pueblo guerrero; casi al llegar a la otra orilla los hebreos corrían dudando de su creador, pero la promesa del padre fue completa y la sangre de cada soldado egipcio avivó la tinta del mar rojo.

Cientos de ofrendas hicieron gala esa tarde, himnos de bienaventuranza y gozosas danzas avivaron la fiesta de un pueblo que fue en busca de una ley sagrada; mientras el faraón regresaba a sus aposentos con el corazón abatido dirigiendo estas palabras a su reino de pacotilla: "Su Dios...es Dios".

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