Estaba en un hospital, me subí a un elevador y presioné un botón rojo, este se soltó de lo que lo detenía haciendo un estrepitoso ruido y me llevó hacia los pisos de abajo, más abajo de lo real.
Abrí la puerta del elevador forzándolo con las manos y vi que no había rastro de alguna forma de vida humana, todo lucía brillante, con un verdor primitivo y el aire se respiraba pesado de tan limpio; había ruido de selvas, silencios desiertos, pisadas gigantes, quizá alguno que otro dinosaurio que no vi y variadas especies sin fin. La vida brotaba del agua, los árboles se movían con una cadencia natural, sin represión alguna, no había tala, las ramas se esparcían entrelazándose con otros árboles milenarios y se formaba un cielo verde, de entre las ramas se asomaban tenuemente unos rayitos de luz que derramaban magia. Yo andaba borracha y el miedo hizo estragos en mí, pues me sentía encerrada en un mundo al que no pertenecía, aun a pesar de ser totalmente libre tal como la utopía primitivista que había añorado años antes.
A pesar de que la curiosidad hacia presa de mi, decidí retroceder y no dejarme atrapar por la belleza de esa tierra extraña y tan mía, tan de nadie que me ahogaba de tanta libertad. Regresé al elevador y presionar ese botón rojo para que me sacara de tan profundo hoyo en el espacio y tiempo, y sin decidir mi destino el elevador me llevó hacia arriba. El elevador se estacionó de golpe en un asentamiento nazi y al salir fui a escondidas a cubrirme con un camisón blanco, pues estuve desnuda cuando descendí hasta lo que parecía ser el principio de los tiempos; logré robarme unos zapatos blancos y descubrí que seguía en el hospital de donde originalmente había partido.
De repente me vi auxiliando a algunos heridos de la segunda guerra mundial, veía suásticas adornando las paredes, los techos de las casas, banderas con la terrible imagen del ideal que causaría el holocausto no sólo judío, sino de incontables seres humanos. Me encontraba horrorizada de no entender el idioma, de no estar al tanto de los primeros auxilios y de que me descubrieran tarde o temprano; me sentía perdida, hundida en un tiempo-espacio ajenos a mi conciencia, a mis recuerdos.
Cuando inicié la curación de un soldado nazi que había perdido un brazo, quise quitarle las vendas y por un momento sentí que se me volcaba el mundo y un torbellino arrasó con mi mente sometiéndola a un mareo delator y un vomito injustificable. Lo que me salvó fue que el soldado estaba sedado y entre el alboroto no muchos se percataron de mi existencia, entonces decidí subir al elevador, pensando que cualquier lugar era mejor que estar en Auschwitz. El elevador subió y subió, hasta perder la cuenta de las horas que transcurrieron para llegar a ese opaco lugar, tan lleno de claros tranquilos, el viento corría leve, suavecito y una brisa fresca lo inundaba todo, aun sin escuchar el ruido del viento mis oídos percibían una melodía adormecedora, apaciguante y penetrante hasta el alma.
Desde esa alta cumbre blanca se observaba el mundo y estaba dividida por un sin fin de objetos de todas las épocas, hechos por el ser humano; llamó mi atención tanto objeto ajeno a mi conocimiento y comencé a hurgar entre los materiales, al llegar al tope descubrí que del otro lado de estos objetos no había nada, sino un precipicio que conducía al vacío…, mis ojos se saltaron y me alejé como si me hubieran puesto enfrente de las llamas del infierno, de entre los objetos logré observar discos, muebles, ropa, pergaminos, libros y zapatos, sentí que los objetos tenían vida propia, pues al tocar cada uno de ellos me hacían ver incontables imágenes y sentires en un corto segundo, sentí un miedo descomunal pero la atracción hacia lo desconocido me atrapó y caminé como autómata hasta encontrar unas zapatillas cafés que me puse sin pensar y sentí cómo esa fuerza escondida se apoderó de mi, cual si un trozo de la esencia del poseedor original se impregnara por todo mi cuerpo y pensar.
Las zapatillas parecían pertenecer a la década del 40, ya dentro de mi habitaba la energía de una mujer judía, me sentí desesperada y no comprendí a la raza humana, una tristeza infinita colmó mi ser y el hambre causó un deterioro notable en mi cuerpo, la cara se marchitó, las venas se traslucían en mi piel agrietada por los trabajos forzados, los ojos hundidos casi no distinguían el entorno y la amargura de haber perdido dos niños en Polonia me dejó devastada. Sentí el sabor amargo y atierrado de las ratas sancochadas que nos daban de comer, pedazos de rata cruda y maloliente eran la única esperanza de salir con vida, todo fue inútil; mi vida se tornó miserable y vacía, pero no sé de dónde me brotaron fuerzas y seguí corriendo, como si ese horizonte blanco me gritara en el corazón que si seguía encontraría a mis hijos perdidos; el blanco enceguecía mi perspectiva pero a pesar de los tropiezos y la sangre en mis rodillas ante ese mundo áspero del cielo, seguía corriendo con la fuerza de una mujer débil que es movida por los hilos de la voluntad más férrea. Me fui encontrando con gente muy muerta, todos iban corriendo y parecía que esa sería su eternidad.
Más adelante me volví a trepar a la barda para mirar la tierra y un calor inesperado me asfixió, bajé un poco y observé ropa antigua y un par de discos llamaron mi atención, los introducí a la bolsa, después un junkie gringo que se había pasado con una sobredosis de heroína me atacó y revisó mi mochila, estaba obsesionado con Boy George y pensó que había robado los discos de vinil de Culture Club que tanto habían marcado su vida, me puse un momento junto a él y decidí ayudarle a recuperarlos, los buscamos entre ese montón de objetos de todas las épocas del hombre hasta que los hallamos, y al tocarlo comencé a sentir el sinsabor de la soledad, las ansias de drogarme y de estar siempre en un estado mental alterado, comencé a sudar frío y a sentir un dolor calcinante, grande dolor…
Seguía ebria y corriendo con las zapatillas de la dama judía…, estando muy cansada alcancé a visualizar con mis lastimados ojos el blanco de un elevador, no dudé en subirme y éste me llevó a una colonia de la ciudad de Tijuana, era la época de Octubre y llegué a una fiesta de Halloween y encontré mucha gente del pasado, a la primera que vi en la puerta de esa casa oscura fue a Mary, me dio un abrazo muy fuerte, diciéndome que no me había visto en años, sentí tristeza de saber que había estado aletargada tantas décadas, seguía ebria y no estaba disfrazada, la fiesta llegaba al final de una etapa. Observé barriles de cerveza vacíos, botes y basura por todos lados y supe que hubo un concurso de disfraces, ese concurso lo ganó mi amiga Mónica, me dijo con tono indiferente que su disfraz lo había comprado y que no le importaba haberlo ganado, era un disfraz de la mosca (película).
En esa fiesta alcancé a ver un par de hombres que por su aspecto parecían de otra época, llevaban boina y sus pantalones cortos colgaban de unos tirantes, traían puesto un saco café y gastado por los años, corrí tras de ellos sintiendo un alivio y ellos correspondieron mi abrazo, me había convertido en esa madre judía tan sólo para reencontrar a esos niños otra vez, me quedé con mis zapatillas del cielo para toda la vida.…