Arrastrados por los días,
vamos lento, vamos rápido, vamos a tiempo;
el peso del hartazgo se posa en nuestras almas,
el sonido cadencioso y sin sentido de autos
que van y vienen en un absurdo sin cesar
aturde la tarde y toda esperanza.
Vamos y venimos y no sabemos
a dónde ni por qué,
y se repite una y otra vez.
Los rayos del sol penetran profundo en el asfalto,
la ciudad hierve y con ella la vida también.
El pensamiento se autoflagela en su cárcel,
la música se vuelve viento negro,
la risa nos es vedada,
la compañía se vuelve un fantasma,
y es ahí cuando todo se desdibuja;
los edificios y los espectaculares
caen a pedazos,
pero también las flores, la justicia, la noche
y nuestros pasos suben, bajan, se detienen,
se adelanta uno y el otro es arrastrado,
luego se va a un lado, mejor no,
en una confusión que destruye todo el recorrido.
Lo único que siempre queda en pie y nos rescata
del hoyo negro de la tarde es la poesía,
la que siempre está, la que se manifiesta
en lo grotesco, la elegancia, lo eterno,
la soberbia, el vacío, la locura,
lo puro, la rabia, la pasión.
La que se viste de piedra, de silencio,
de desierto y pinta de sentido nuestros días.
Y sí, somos un saco de huesos y sangre,
tan finitos como un gusano,
somos la nada en potencia,
sorpresa, azar y conciencia,
en un mundo cada vez más
abrupto, bárbaro, violento,
disfrazado de sentido y de proyecto;
pero estamos solos, aves de paso,
y es únicamente nuestra soledad
la que compartimos,
siempre buscando un extracto
de nosotros en los otros,
en la urgencia de saber
quiénes somos,
encontrando preguntas,
y el siempre reflejo de ser
de carne y de tiempo.
Estamos solos y en silencio,
travesura quizá de un demiurgo aburrido
en una tarde amarilla de domingo;
¿qué nadie le advirtió lo peligroso
que era jugar con fuego?
!pobre!, también él/ella/eso se sentía solo!
A veces es cansado respirar,
!oh dulce nada!...paraíso nuestro.