Aquella tarde el t-rex salía de su cueva a estirarse, le dolía un poco la espina dorsal, a veces soñaba con andar erguido, nada más, porque lo imaginaba, no es que tuviera referente.
Pero un día el dino andaba dando su paseo matinal después de beber su consagrada taza de té de tila para calmar los nervios -porque en la tele había visto las noticias fatalistas de que se acercaba el fin de la era-. Entonces dino paseaba, ese día se puso su traje más elegante, pensaba que qué más daba ensuciarlo en los sucios lodos de la cochina era mesozoica, pues en algún punto de su vida debía ser más atrevido, más valiente, más turbio, y usar sus trajes finos.
Bueno, disculpe usted, soy el narrador, pero me desvío con la más mínima mosca, en este caso, me distrae la Jurassipanorma Impuctata, que no deja de zumbarme en el oído, ¡ay!, ¡ups!, ¡si no tengo oído!, soy el narrador, jeje, les digo, de repente soy medio informal, es que a estas alturas de la narrada ya uno se cansa, como que quisiera relajarse más y ser más yo, ok, regreso con el dino.
Aquella tarde sucedió que dino iba muy trajeado, "ahí va el muy muy", le decía la bandada de cholos de los pterodáctilos, y el dino se topó con una criatura extraña, larguirucha, nunca antes vista por aquellos jardines exuberantes. El larguirucho se asustó, corrió y corrió desconociendo las finas formas educadas de dino, no sabía que se había preparado con Sócrates, que Hipathia le había enseñado que la tierra giraba en torno al sol, que al ver el ejemplo de Diógenes, decidió ser el dino más refinado y fifí de la comarca.
Total, el humano se cansó y el dino le comenzó a hablar de su experiencia con los presocráticos y su conocimiento del arché. El larguirucho se quedó sorprendido y decidió quedarse en aquella era y destruir la máquina del tiempo. Y juntos, dino y larguirucho, tomaban largas caminatas de sapiencia profunda, compartían los saberes más curiosos. Eran ataráxicos.
Ay, bueno, me voy a dormir, yo también duermo.