En los anales de la historia, siempre hay un momento en el que hay que voltear a ver aquella escrita con minúscula, la que yace bajo las piedras en el más ignoto olvido, la ruina a la que nadie voltea. Y alguien tiene que narrarla:
Eran tiempos felices, eran los 90.
Aquellos nobles señores de la comedia no requerían más que una dulce danza para encontrar la hilaridad del mundo. Uno recitaba poemas y el otro se lanzaba al piso en un performance contemporáneo que emulaba a un camaleón epiléptico. Era un martes, en una de esas danzas a uno le brotó del pecho un pequeño cuerpo inmaculado, lo guardó y siguió bailando, después se lo entregó al otro en un gesto de ingenuidad y candidez. Eran los 90.
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