—Ave María purísima.
—Padre mío, ¡que he pecado!
—Sin pecado concebida.
—Quiero confesar que he tundido a azotes a esos indios malnacidos que no valoran las obras de Dios. Soy un fraile y mi deber, hermano mío, es para con la Santa Sede del Vaticano y la Iglesia Católica Romana Universal. También, padre santo, mi deber es para con mi hermosa reina Isabel, quien me ha conferido el gran cargo de primer inquisidor general del Tribunal del Santo Oficio. No puedo soportar la herejía de esos malnacidos y diminutos hombrecillos de pacotilla, por eso los reviento en azotes y los hago caminar por entre carbones encendidos para que dejen sus huellas sangrantes.
No he de tolerar su mala fe, padre, por eso, con mi justo corazón, vengo a confesarle que esos indiecillos pecan de politeístas y veneran santos que son serpientes y pavorreales, ¡y cómo van a venerar a esos monstruos!, ¿acaso se sienten inferiores a un perro?, ¡seguro que lo son!, insisto, ¡hombrecillos de pacotilla, de pacotilla, padre! Y yo, que soy casi un santo, vengo en su nombre a borrar toda mácula de mis manos, porque el pecado se contagia, reverendo, y aunque no haya organizado purgar toda culpa con el hierro candente del incendio, no es suficiente, padre. ¡Que sufran, que paguen con el silencio su osadía!
Hoy vengo en humildad, padre mío, y con mi noble espíritu de este hombre de fe, entrego toda transgresión para que su merced os salve, a través de mi penitencia, del infierno a esos pobres perros.
—El que va a arder en el infierno eres tú, Torquemada.
Entonces, del confesionario brotaba un humo verde con olor ácido, y unas garras persignaban la sombra calcinada y el eco de un grito atroz que traía consigo el desgarrador aullido de almas torturadas.
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