Esta era una vez una tarde amarilla del primer lunes de un año nuevo, las calles solitarias brillaban con el mismo sol que salía cada día desde hace millones de años, una y otra vez, el mismo rotar, el mismo trasladar de la tierra.
Pedro iba a su trabajo, donde ya llevaba más de veinte años, con corbata, zapatos incómodos, sudando entre la gentuza del elevador. Llegó a su oficina plagada de papeles sin firmar, de documentos sin resolver y se bebió la primera taza de ocho que se bebería durante el día para no quedarse dormido ante la fatiga que le provocaba la vida.
¿Ilusiones?, ninguna, la misma gente que venía a reclamar prórrogas de pagos vencidos, el mismo discurso que no llevaba a ningún lado.
Se llegó la noche, sale del trabajo y llega a Walmart por unas bolonias para el sandwich de mañana, hace una fila larguísima y nadie lo deja pasar. Tut, tut, tut, tut, tut, el infernal tut de las cajas, sube a su auto y el lento tráfico de la avenida principal le provoca un ataque de ansiedad.
Pedro llega a su casa afligido y cansado, se prepara su lonche aburrido: unas jícamas con tajín para estar en forma. Luego toma un baño a jicarazos porque no ha pagado el gas, después coloca su oreja sobre la almohada, duerme y el pobre no sueña nada.
Al siguiente día muere, no hay lección.
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