Su alma era enigmática y antigua, tal vez la reencarnación de un dios hindú. A veces solía pensarlo como un diente de león, ligero y seguro de sí mismo en su ingravidez, como si no le hiciera falta el cuerpo, como si caminara flotando entre brumas de carretera de desierto.
Olía a pasto recién cortado y a esa brisa marina que entra a las 5 de la tarde a dos cuadras del mar. También a coco, porque adentro del coco hay corrientes que conservan la esencia de todos los mares del mundo; y en un contraste, olía a viejo, a inicio de los tiempos y al primer árbol- roble de la tierra.
Cuando lo escuchaba asomaban las palabras más sabias y contundentes, como si de su boca emanara música de piedras chocando, de piedras cayendo por un risco y haciendo eco gratinado de puntitos. Eran palabras-certeza que caían por su propio peso, el peso de miles de vidas ya vividas. Y en otro de sus huecos, escuchaba interioridad, vientre materno, el click clack de burbujas que reventaban en una musicalidad intensa; en otras ocasiones, brotaban tonos del primer intento de "Little Wing" de Hendrix.
Cuando lo veía, su aspecto era rojo, insisto, como un dios rojo, porque de él brotaba un aura de fuego incandescente. Lo llegué a tocar en un abrazo, ese mismo fuego atravesó mi piel y dejó caudales de lava ardiente que, hasta el día de hoy, no sé cómo apagar.
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