Mi amado amante,
Hoy te has disuelto en el recuerdo, y no puedo quitarme la sombra de tus manos en mi vientre, donde el fuego de dos mundos explotaba cada que tu mirada edificaba un puente sostenido en esa nada entre la esquina del cosmos y las esquinas de mí, que se borraban cuando tus manos me tocaban, porque ese dulce camino que seguían me moldeaba a tu antojo construyendo cada madrugada emanaciones de las diosas que tú querías edificar.
Mi amado amante, tú eres el único ser en esta vida que al leer estas letras sabría a quién van dirigidas; sin dudarlo, no hay mayor intimidad que la de dos amantes, me decías, en esas lianas suspendidas del milagro continuo de haberte conocido, lianas que penden de las decisiones de todas las cosas y entes divinos, de todos las lluvias, de todos los vientos, de todas las tardes de cualquier desierto, de todas las muertes, de todos los versos, de todas las rutas que recorriste para darme un beso.
Yo agradezco esa sombra de tus manos en mi vientre. Todavía escucho embelesada el eco de esa voz taciturna, melancólica, que yo sabía, al conocer, que habría de desaparecer.
Yo agradezco, esa sombra de tus manos en mi vientre.
De vez en cuando esa sombra de tus manos en mi vientre se asoma y me dice lo viva que estuve, y cómo un instante alcanza para doscientas vidas, de vez en cuando tu memoria le regresa el brillo a mis ojos, algún día, en otra vida, quizá.
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