Ahí estaba, inerte, vacío, como una gélida osamenta de un ser que yo ya no reconocía. Todo era silencio y desolación, un cuarto lleno de gente y la soledad en medio, un abanico de techo que ambientaba el desierto que éramos. Después, sucedió, lo recuerdo bien, fue en cámara lenta, los blancos pétalos volaban por el aire enrarecido en un estruendo mudo que me dejó perpleja. Mi padre se erguía con desasosiego y confusión, respiraba como recién nacido y yo le decía: "¡Padre, entonces no estás muerto!, mi sueño es que estabas muerto, pero en realidad estás vivo.
Así ha de ser, hija. - Me decías con parsimonia.
Entonces ya nada era silencio ni desolación, ni había un cuarto lleno de gente con la soledad en medio ni un abanico de techo que ambientaba la soledad que parecía que éramos. Fue así que un aire frío de gratitud recorría mi ser por entender la verdadera realidad: mi padre estaba vivo, mi padre estaba vivo, el sueño era ese muerto irreconocible de masa gris.
Mi padre estaba vivo.