El día en que mi padre iba a morir, yo salí de trabajar y me fui a un evento de música; quise olvidar, sí, olvidar un rato que mi padre estaba tan enfermo, tan débil, tan delgado.
Aquella mañana él se había levantado y al ir caminando por el pasillo que conducía al baño, se cayó y le avisé a mi abuelo para que me ayudara a levantarlo y reincorporarlo. Lo dejé en el sillón, frente al televisor, me despedí de él como era usual, me dio la bendición y me fui a trabajar.
Al salir del trabajo asistí a ese evento, era 4 de julio de 2001 y nadie sabía dónde me encontraba, no había celulares, no había manera; no obstante al salir de ese bar rumbo a la calle de enfrente, mi hermano pasó a toda prisa con su auto y me gritó: "!Hermana, súbete porque mi papá se está muriendo!".
Enmudecí y subí con el alma destrozada. Mi mejor amiga me acompañó y al llegar al hospital encontramos a la familia afuera, como esperando, me dijeron que entrara a despedirme de él.
Recuerdo que entré, le miré a los ojos (aunque él ya no hablaba), le tomé la mano y le juré con lágrimas que sellaron ese pacto que iba a ser una mujer de bien, de bondad, como él era. Enseguida murió.
Nadie sabe cuan agradecida estoy por ese juramento y cómo ha sido guía de mis pasos el honrar con mis acciones a ese hombre que después de 18 años aún es estructura de mí y de mis decisiones.
Todavía sigue doliendo su ausencia, pero gracias querido hermano, por encontrarme y llevarme a esa despedida, que hasta hoy sigue siendo luz que alumbra mis senderos en los momentos más caóticos.
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