4 de junio de 1848
Amado Aureliano:
No he podido conciliar mi espíritu desde su partida, mis sueños están vacíos en ese echarle de menos y esta vida sin sentido que venía contenida con su adiós.
Le amo, le he amado desde antes de nacer y tenga por seguro que le esperaré con mis suspiros y hasta mi último aliento.
Quiero que se entere de que mis ojos han perdido la distancia y la cercanía, que no hay hacia dónde voltear en este paraje desolado en que resulta el mundo sin usted.
Mi alma desgarrada le recuerda a cada instante y elevo plegarias al cosmos para que un día regrese.
Sé que esta epístola quizá llegue, quizá no, pero vierto en ella toda mi esperanza y esta pasión desbordada que inutiliza mi andar.
Es menester que sepa que soy de usted amado mío, dese cuenta que mis pensamientos y estos sueños que antes albergaban un futuro y un destino hecho para los dos, para nuestro amor, hoy yacen en el fondo de los infiernos, y quema, me flagela, porque sus labios ya no me pertenecen en ese lapso en que el alba asomaba a nuestro recinto para vernos besar, y este cuerpo y esta entraña que nacieron siendo suyos, hoy navegan sin rumbo, a la deriva, al punto del naufragio en un mar tormentoso de aguas enardecidas que no tienen pensado amainar.
Espero que estas letras febriles lleguen a usted y sepa que le espero, que siempre le espero porque no cabe el olvido en este palpitar que ya ha tocado el fango miserable de no vivirle a mi lado.
Siempre suya,
Eleonora
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